domingo, 31 de agosto de 2008

“El Capote” de Nicolai Gogol


Hombre y fin, fin y hombre.


Largos son el tiempo y la tradición que nos señalan el carácter teleológico de la existencia del hombre. Común es identificar con esto, aquello que Aristóteles señaló como felicidad. Consiste en algo así como perfeccionarse como hombre gracias a la actividad de la razón.

Fin del heredado concepto. Punto.

No olvidemos que si bien Aristóteles proclama que los valores del alma son los valores supremos, su fuerte sentido realista hace que reconozca una utilidad a los bienes materiales, como es obvio, en cantidad necesaria. Aunque con su presencia no garantizarían la felicidad, estando ausentes pueden comprometer el ser feliz.

Parece algo novedoso, pero en realidad forma parte de otra herencia clásica. Punto de nuevo.

Al personaje del cuento de Gogol, da vuelta todo esto. Para él la felicidad misma consistió en un nuevo capote. Podríamos decir que el capote nuevo no solamente vino a reemplazar al viejo y deshilachado capote anterior, sino que también vino a acompañar al gran placer de la copia prolija que llenaba la vida del personaje.

Empleado público, burócrata que no cuestiona y que funciona como máquina, con un capote horriblemente gastado y una presencia que ni siquiera merece ser llamada con dotes de presente. Muere, y fue como si nunca hubiera vivido. Como esas personas que todo lo hacen sin pena ni gloria. La reacción lógica es pensar que es un pobre diablo.

Las preguntas son ¿Porqué el personaje es un infeliz? ¿Qué nos diferencia de él?

Creo que delimitar las razones de la infelicidad de otra persona, aunque sea una caracterización imaginaria brotada de las entrañas neuronales del autor, es una falta de respeto. Simplemente por la respuesta que si creo que puede dársele a la segunda pregunta. No existe diferencia entre el personaje y nosotros. Convengamos en que no todos vamos a convertirnos en espectros vengadores roba objetos determinantes de nuestra existencia. Pero salvo esto, nos parecemos en todo.

Todos nosotros somos burócratas por el simple hecho de haber nacido en este mundo papelístico y engorroso. Todos nosotros disfrutamos de algo que puede ser igualmente estúpido como nuestra ocupación y como llevarnos trabajo a casa. Pero claro, lo sentimos reconfortante y hasta estimulante. Quizás sea una de esas mentiras que sirven como defensa. Quizás hasta la vocación sea una excusa para hacer más soportable y darle algún sentido a la existencia. Todos nosotros formamos parte de un entorno cruel, y hemos sido objeto de la burla circundante. Y quizás adelgazar o cambiar el peinado hayan hecho que pertenezcamos más a ese entorno. El personaje se compró un capote nuevo y su vida cambió mágica y trágicamente. ¡Qué linda pareja hacen lo mágico y lo trágico! Ese dejar de ser un poco nosotros para ser un poco ellos trae estas notas insertas. Todos nosotros, alguna vez, hemos tenido una meta con la cual soñamos. No importa si se trata de una nueva prenda, de un título, de una familia. Es una meta y clásicamente tiene que existir. Lo que no decimos es que puede cambiar. De la copia perfecta al capote. De la soledad a la familia. De la familia a la soledad. De la nada al todo. Del todo a la nada. Hay metas que nos las fijamos conscientemente. Obviamente primero interiorizamos el mandato de la meta obligatoria y después fijamos su carácter. Lo que parece que ignoramos es que tenemos una meta inconsciente, no elegida pero inherente a nuestro ser. Es la muerte. Heidegger plantea que el Dasein es ser para la muerte. Todos nosotros caminamos inevitablemente a esa meta. Todos nosotros vamos a empezar o a cerrar algún cementerio personal. Quizás dejemos algún legado, quizás no. Quizás impregnemos nuestra vida o la de otros de felicidad o no. Pero inevitablemente todos vamos a morir. Nos inventamos metas para llenar ese vacío que provoca en la vida el percatarse de la no-vida. Los fines en la vida del hombre son paños fríos que intentan calmar la fiebre del gran final inevitable.