El tema de la mirada juega para Semprún un papel inigualable. Su libro comienza con una dedicatoria para Cécilia, acreedora de una mirada maravillada. El primer capítulo lleva por título “La mirada” y a lo largo de todo el texto nunca deja de aparecer, con la función de espejar la propia imagen en los ojos del otro.
El segundo eje que considero central es el tema de la memoria. No comencé por este punto, ya que aunque la memoria parece tener ese don de “arcaica”, la conclusión sobre el propio ser que puede extraerse a raíz del otro me parece más originaria. Al ser liberado del campo, el autor experimentó primero algo claramente sensible, con el sentido de la vista, y recién después de eso es que la memoria comienza a jugar su juego de acosar con grises recuerdos la vida trivial retomada a medias, imposible de ser vuelta a tomar en su totalidad.
En este punto es que aparece la angustia, aspecto que tiñe todo el relato e incluso parece excederlo, en el sentido de que si bien desde la salida del campo hasta la redacción del libro se narran las experiencias y las anécdotas profundas y oscuras del cautiverio, la angustia sentida por Semprún se ha originado en el presente de esos hechos y parece seguir aún cuando el punto final se asoma en la última página. A raíz de esta angustia es que todo se trastoca y el texto carece de un orden cronológico, incluso desde sus comienzos. Todo se mezcla, a veces necesita remontar a situaciones pasadas, y otras veces éstas aparecen por sí solas.
Central es el lugar que ocupa la muerte. Interesante es la aclaración de que de ella no ha sobrevivido, sino que la recorrió de punta a punta. Incluso la había vivido, como podemos comprobar en el momento en que Diego Morales muere, pensando que no había derecho de que fuera de esa absurda manera. Es que de la muerte nadie se salva, eso lo sabemos todos. Pero nosotros, que de situaciones profundamente traumáticas sabemos poco, pensamos que es algo inherente a la vida, que un día nos ocurrirá y ya. Pero los que pasaron por el campo, por una guerra, por una experiencia de esa profundidad, desde los que se fueron en el humo del crematorio, pasando por los que murieron por hambre o por abundancia, hasta los “aparecidos”, quedaron teñidos de ella, tan oscura y eterna. Para estos últimos todo es más complicado, ya que la “muerte” y “estar muerto” parecen tener cierta lógica, pero haber transitado por las calles de la muerte y estar vivo, sí que debe ser confuso.
Confusión, esa es la palabra que puede definir este texto. Pero es una confusión que contradictoriamente trae claridad. Se mezclan los acontecimientos del pasado con el presente, y se manifiestan vivos y sensibles. Esto nos deja ver lo problemático de la cuestión. Celebro la coherencia no cronológica de Semprún, gracias a ella podemos estar aunque sea un segundo en el centro de su mente, atacada temporalmente.
Confusión, contradicciones, memoria, miradas que reflejan sentimientos diferentes, ambivalencia… éstas son las claves del texto. Como así también su título, “La escritura o la vida”, sede de todas las claves textuales y conceptos antes nombrados enredados entre sí.
Diferencias radicales con Primo Levi, desde la postura obligada según el tipo de prisioneros de cada campo, hasta el lugar dado a la escritura.
Punto en común, ambos tuvieron suerte.
Volviendo al lugar que le da cada uno a la escritura, Primo Levi la sitúa en el podio de elixir salvador. Para Semprún, escribir era volver constantemente a ese pasado lleno de horror al que estaba atado para siempre. El no quería salvarse de eso, no era la solución, no alcanzaba, ya que todo eso implicaba revivirlo. Había que optar por escribir o vivir y él quería simplemente olvidar. La imposibilidad del olvido es clara, pero profundizar en la memoria para escribir y que resulte de eso un testimonio autobiográfico no era la salida.
La creación literaria tardía, ubica, oportuna, allanó un camino pedregoso respetando las imperfecciones que le eran propias.
La esfera literaria marcó la vida de Semprún, y le dio marco y significado a la vida de los otros. Ejemplo de esto, son la recitación de versos a sus compañeros moribundos, las charlas y debates sobre autores con sus fraternales acompañantes…
Las relaciones de Semprún parecen sustentarse en dos bases que la definen: la escritura y la muerte. La primera en el sentido de lo poético – literario. La segunda en lo que toca a lo inherente de la muerte en la vida. No sólo en la del autor, ahora también en la del lector. Es que ahora sabemos que la muerte no es un hecho aislado que solo se encarga de poner un punto final. Es algo que puede atravesarse, recorrerse y vivirse incluso. Cuando al comienzo del párrafo hablé de “relaciones” me refiero a las que lo unieron con las personas de “antes” del campo, a los compañeros del campo a quienes es justo llamarlos también personas porque habían conservado su dignidad o al menos algo de ella, a las personas de la vida/muerte, a los otros “aparecidos”… y también a nosotros los lectores…
Es que en este día de abril, siento que me pasa algo parecido a lo que le ocurrió a Semprún con los poetas… pero a mi me sucede con él. Mi encuentro con su obra ha sido oportuno, me topé con una obra literaria que tiene las características que parecen poder ayudarme a vivir.
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